miércoles, 5 de marzo de 2008

A las mujeres trabajadoras


Los estudios antropológicos nos muestran que la sociedad, inicialmente era matriarcal y de economía colectivizada. Los recursos necesarios eran conseguidos, mantenidos y compartidos por todos los miembros que integraban las familias (mucho más numerosas, no monogámicas), con la mujer como dirigente en la jerarquía social, y con línea hereditaria materna. La mujer, por ser la paternidad de los hijos habitualmente desconocida, queda encargada de la crianza de las nuevas generaciones; mientras el hombre se encarga de la búsqueda de alimentos. El comienzo de la agricultura y la ganadería conlleva la producción de los primeros excedentes y las primeras propiedades privadas, que quedan en manos de los hombres; mientras la mujer es propietaria sólo del hogar. Así, cuando las parejas se separaban, la mujer no tenía medios de subsistencia, mientras el hombre poseía tierras y ganados con los que comerciar. El derrocamiento definitivo del matriarcado se da con el cambio de la línea hereditaria a la paterna, para asegurar posesiones a los descendientes. Esta fue la primera venta de fuerzas de producción, la primera forma de esclavitud: relegadas al hogar, con absoluta dependencia económica del hombre.

Desde entonces la mujer ha ocupado el lugar de una simple mercancía. Incorporada masivamente al mercado laboral sólo cuando el hombre no estaba disponible (guerras prolongadas), y relegada al plano de madre sufridora y fiel compañera sin identidad propia el resto del tiempo. Es un simple complemento del hombre.

La obrera tiene que llevar a cabo una doble emancipación, la de la mujer y la de su clase. En teoría legalmente no hay discriminación, pero a diario debe enfrentarse a salarios menores por el mismo trabajo, a la imposibilidad de ascensos porque se infravaloren sus aptitudes, y en especial a ser tratada como un objeto sexual con comentarios, proposiciones o faltas de respeto tanto de compañeros como de superiores. La herencia de siglos de patriarcado presente en todas las instituciones (y por tanto alimentado desde todas ellas: políticas, sociales, económicas y especialmente religiosas), da lugar a un contexto cultural con una gran carga machista en la conciencia social que continúa presionando a la mujer.

Hay dos ejemplos a destacar entre las primeras reivindicaciones de proletarias. En 1857 cientos de trabajadoras textiles se manifiestan en un barrio burgués de Nueva York, aunque son dispersadas con cargas policiales dos años después ellas mismas se organizan formando un sindicato. En 1908, durante un parón convocado para las trabajadoras textiles, 146 obreras de la fábrica Cotton de Nueva York fueron asesinadas por orden del propietario, que mando prender fuego a la fábrica donde estaban encerradas. En esos casos algunas de las reivindicaciones eran abolir el trabajo infantil, derecho a sindicalizarse, jornada de 10 horas y equiparación salarial con el hombre; y fueron fechas cercanas al 8 de marzo. En 1910 Clara Zetkin lo propuso como día internacional de la mujer en una conferencia de mujeres socialistas en Copenhague. Este es el origen y el sentido del 8 de marzo, de clase y combativo. Reivindicando el mismo lugar en la lucha, sin distinción entre nuestros compañeros. Porque ante todo son obreras y nuestro objetivo es derrocar al capitalismo y su explotación en todas sus facetas.

Debemos recuperar el 8 de Marzo que nos han arrebatado. No es un día para las burguesas, que sólo quieren puestos para explotarnos ellas, e incorporar masivamente como mano de obra barata a las obreras. Ni para las hembristas, que interpretan erróneamente que el matriarcado es la alternativa al capitalismo.

Todos somos compañeros necesarios en esta lucha,
los unos sin las otras no podríamos continuar.


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